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sábado, 23 de abril de 2016

Aquellos maravillosos años. Libros.

     
En la imagen, Bastian, personaje de La Historia Interminable
     Aprendí a leer antes que el resto de los niños, antes casi que cualquier otra cosa que haya aprendido. Y lo aprendí bien, tanto que algunos de mis primeros recuerdos están relacionados con libros. También con otros niños, monstruos, aventuras y bicicletas, pero esa es otra historia, que otro día contaré, igual que mis inicios en el mundo de la escritura. Si hurgo en mi niñez, encuentro una niña con trenzas larguísimas, sonrisa grande y un libro o un cuaderno y mil lápices en la mano, o leyendo antes de dormir, a veces escondida bajo las mantas. linterna en mano, como los niños listos de las películas. Si busco en mí, aún puedo sentir la inquietud que me producía aquella maestra manca, directora del colegio, que, con su mano buena, me sacaba de la clase de los niños de preescolar para llevarme a la de los niños mayores, porque, a pesar del riesgo de una sanción por parte de aquella figura misteriosa que era el inspector escolar, no podía dejar que una niña que ya leía libros tuviese que tener delante de los ojos una cartilla con la “a, e, i, o, u”. Yo, con las mejillas rojas de vergüenza e ira porque me separaban durante aquella hora de mis amigos para llevarme a una clase en la que los demás me miraban raro, la seguía con fastidio. Pero cuando empezaba la clase, todo cobraba sentido, ya no tenía que pensar en secreto que los demás eran un poco tontos por no ser capaces de unir letras y me dejaba llevar. Eso cambió luego, cuando llegó la hora de ir a otro colegio y ya no había una directora que se preocupase por desarrollar la inteligencia de sus pupilos. Entonces llegaron los tiempos de gozar en las horas de clase de Literatura y de aburrirse en las de Lengua, observando a mis compañeros intentar entender con torpeza conceptos que me parecían tan simples, que a ratos pensaba que era imposible que no los comprendiesen. Luego entendí que su problema era que no leían. Para entonces, yo ya me había todo lo que había caído en mis manos, que era mucho. Los cuentos y los libros infantiles dieron pronto paso a los libros de aventuras y mi vida se llenó de Julio Verne, de Sandokan, de viajes a lugares extraños, de Alicia y sus mundos, de cuentos clásicos como los de los Grimm, de vidas de niños en internados y de mil lecturas más, tantas veces devoradas. Y también de clásicos como El Lazarillo de Tormes, o una edición “infantil” y extraña de La Celestina que aún conservo. Mis padres y mis tíos alimentaban mi ansia de lectura y a mi biblioteca llegaban varios libros al mes, además de infinidad de tebeos. Nunca se lo agradeceré lo suficiente.  No tardó mucho en llegar el descubrimiento de las novelas pulp, que mi tío leía y lee con pasión, sus favoritas eran las de vaqueros, pero yo me fui encargando de que llegasen a mis manos las de horror y ciencia ficción, cuando bajaba al quiosco a cambiárselas. Al principio, las leía a escondidas porque era demasiado pequeña, según los mayores, para eso, hasta que les fui convenciendo de que era una batalla perdida intentar evitarlo. Aún las amo, las recopilo y las leo. Qué felicidad haber conocido, con el tiempo, a algunos de sus autores. También llegó en seguida el gusto por el terror del maestro Stephen King y similares. Y nunca se fue, había llegado para quedarse. Y debió ocurrir por la misma época, el descubrimiento, en una estantería en casa de mi tía, de Viven, aquella historia que me conmocionó y que tantas veces leí, especialmente impactante porque estaba basada en un hecho real y había canibalismo de por medio. Ese siempre fue otro de mis libros recurrentes. Con la adolescencia, se abrieron las miras y el realismo mágico impactó con fuerza en mi cerebro. Mastiqué con deleite a Rulfo, García Márquez, Isabel Allende y algunos más. Abrí las puertas a algunos clásicos medievales y descubrí a Asimov, Arthur C. Clarke, Italo Calvino, y otros tantos. Mi mente lectora se expandía por momentos y jamás se detuvo.  Nunca fui muy normal, ahora lo sé. Y también sé que parece ser real eso de que “de lo que se come se cría”, que dice la sabiduría popular.

     El después, ya no tiene cabida en “Aquellos maravillosos años”, pero podéis imaginar que la universidad fue un Big bang de leer y descubrir, lo técnico y lo que no. Ahora, sigo nadando entre libros, como lectora, como parte de dos editoriales y como autora. 


*Como podréis suponer, no es una recopilación exhaustiva de datos, títulos y autores, mi intención no es esa. En “Aquellos maravillosos años” pretendo mirar el mundo con los ojos de aquella niña que fui (y sigo siendo). Y así os lo cuento.


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domingo, 15 de marzo de 2015

Canicas



CANICAS 
(Microcuento)

El niño miraba cómo al otro lado del cristal un niño jugaba con una canica. La acercaba a su cara y la observaba, deleitándose, disfrutando de su pequeño tesoro. De pronto, sonó la voz de su madre llamándole para ir a merendar. El niño dejó de mirar la canica y se la metió en el bolsillo. En infinitos mundos, cada vez más diminutos, infinitos niños guardaron su canica de cristal en el bolsillo.

De pequeña sentía verdadera fascinación por las canicas. Estaba convencida de que albergaban mundos diminutos en su interior, como si fuesen pequeños planetas de cristal con la vida por dentro. Me gustaban todas: las pequeñitas y las grandes, las de cristal con colores en su centro, tan en tres dimensiones vistos desde el otro lado del cristal que no entendía cómo podían fabricarlas, las opacas, que eran como pequeñas piedras pulidas y resbaladizas, las gigantes,  tan llamativas, y, sobre todo, recuerdo mi preferida, de un negro casi metálico, con pequeños puntitos plateados. Era como el cielo por la noche, como tener el espacio entero plagado de galaxias en la palma de mi mano. Aún me gustan y confieso tener algunas. Siento auténtico amor por las bolas de cristal, por todas, incluidas las de nieve, pero mis preferidas son las compactas, esas que tienen una base plana y son como cúpulas de cristal con colores por dentro. Sigo mirándolas con atención, convencida de que un día veré moverse a sus habitantes. Por suerte, nunca perdí mi imaginación de niña.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Aquellos maravillosos años. Los niños salvajes que fuimos. Stand by me

 
      Los niños salvajes que fuimos necesitaban cabañas para vivir durante el verano. Nadie debe vivir sin casa, ni siquiera los habitantes de los mundos imaginarios que frecuentábamos con paso firme, los que se encontraban ocultos entre bosques solitarios y años inciertos y que eran tan reales para nosotros como el mundo de los padres, esa otra realidad que sucedía a la hora de comer, a la hora del colegio o a la hora de ir a la cama. Por ello, hubo que construirlas. No quedaba otro remedio. Trabajamos como hormigas laboriosas durante mucho tiempo, o eso nos parecía, acarreando ramas, restos de obras y todo tipo de materiales susceptibles de ser utilizados en la fundación de aquel poblado magnífico de tres o cuatro cabañas que coronaba, orgulloso como una ciudad antigua, la parte más alta del diminuto pinar elegido como asentamiento por su estratégica situación. El emplazamiento lo tenía todo: en primer lugar, la principal característica a desear en un asentamiento de pequeños guerreros, la altitud, que aunque no era mucha, era suficiente para sobresalir por encima de las casas de los alrededores y permitirnos vigilar la zona; en segundo lugar, se podía ir andando en cinco minutos, algo que en realidad sobraba en aquellos tiempos en los que los desplazamientos se hacían en bicicleta, independientemente de que hubiese que recorrer un kilómetro o cincuenta. En un alarde de integración de arquitectura y naturaleza que habría impresionado al propio Frank Lloyd Wright, nuestras cabañas armonizaban con el bosque, se camuflaban en él, formaban parte de él. Una roca gigante podía ser un tejado, un árbol podía convertirse en pared, el granito, tan abundante en la zona, era el mejor de los suelos y unos ladrillos robados de algún chalé en construcción servían de inestable y lujoso mobiliario. La decoración consistía en mosaicos de piedras, plantas, barro y cualquier cosa que pudiésemos conseguir.

      Lo más curioso es que aunque no éramos demasiados niños, se acababan por reproducir estructuras sociales propias de un asentamiento humano primitivo, con categorías de poder basadas en la edad, la capacidad de manipular al resto o las ventajas de pertenecer al núcleo de fundadores, que eran los que decidían si se admitía o no a otros niños y tomaban las decisiones importantes. Es curioso recordar cómo, aunque partíamos de una cabaña por persona, algunos acabábamos compartiendo casa, al fin y al cabo era mucho más divertido estar juntos y es que de pequeños el sentimiento tribal está mucho más arraigado y nadie quiere estar aislado todo el tiempo, ni siquiera los niños más solitarios.

      ¿Sabéis una cosa? Aunque han pasado mil vidas desde entonces, cuando voy por el campo sigo encontrando buenos emplazamientos para mi cabaña por si alguna vez vuelvo a ser niña. Si es que alguna vez dejé de serlo.
     
      La banda sonora de hoy tiene que ser "Stand by me" de Ben E. King, de la B.S.O de la película del mismo nombre, conocida también en España como "Cuenta conmigo", dirigida por Rob Reiner y protagonizada por Wil Wheaton, River Phoenix, Corey Feldman y Jerry O'Connell

domingo, 28 de septiembre de 2014

Aquellos maravillosos años. Niños sobre ruedas

La niña de la foto soy con mi primera bici
Ayer volví a ver Exploradores (Joe Dante, 1985) y Super 8 (J. J. Abrams, 2011). Me encantan las películas de los años 80 con niños como protagonistas, especialmente si son de ciencia ficción, de fantasía o de aventuras, géneros muy cultivados en aquellos años. Sí, lo sé, Super 8 es de antes de ayer, pero tiene el mismo espíritu que que si fuera de 1985. Tengo que reconocer que me fascina el cine ochentero, casi todas mis películas míticas son de esa época, las que son para todo el mundo y las rarezas más oscuras y extrañas que sólo me gustan a mi y a cuatro exquisitos y adorables locos más.

Después de la sesión cinéfila de ayer, tan de niños, bicis y ciencia ficción, estoy en modo "mi infancia son recuerdos...". Los más intensos recuerdos de cuando yo era niña y feliz están ligados a los fines de semana y los veranos eternos en mi casa del campo. La mayoría de los niños cuando decían que se iban al pueblo se referían a un pueblo en el que tenían raíces, abuelos, etc., en mi familia, muy de Madrid, el pueblo no venía de serie, así que lo adoptaron mis padres comprando una casa en uno que les gustó. Allí, mis amigos, mi hermana y yo éramos como los niños de esas películas de los años ochenta, todo el día viviendo aventuras, siempre encima de la bicicleta, de la que uno solamente se bajaba por imperativo materno o para echar una partida a algún juego, planear trastadas, recoger la merienda, bañarse en la piscina o ver la serie que pusieran después de comer. Era un prolongación de las piernas infantiles, un instrumento maravilloso que permitía irse muy lejos en muy poco rato en aquella época en la que las distancias eran tan flexibles como el tiempo. Recuerdo que muy a menudo organizábamos lo que llamábamos rallies o raids y que consistían en planear un recorrido por el campo para hacer en bici por lugares generalmente imposibles y que más de una vez acababan con alguno escalabrado, raspado de cuerpo entero o con un miembro escayolado. Y cómo resistían las bicicletas y los cuerpos, teniendo en cuenta que por entonces aún no se habían puesto de moda ni los cascos ni las bicis de campo y a lo sumo se veía alguna con ruedas de tacos, como la BMX de uno de mis amigos o la Motoretta que regalaron a mi hermana cuando hizo la comunión y que nunca me gustó porque pesaba mucho más que mis ligeras y ágiles Orbea de paseo, de las que tuve dos, una pequeñita y otra más grande ya, con su bocina y su cesta, especialmente útil cuando me mandaban a por algún recado al supermercado, cuando había que llevar provisiones a alguna excursión de un par de horas, para llenarla de petardos o similares o para llevar a E.T. si se pasaba por allí. Se dice que los niños son de goma, yo sospecho que las niñas más aún porque yo, haciendo el bruto exactamente igual que ellos, nunca he pasado por el trance de la escayola y aunque no lo recuerdo bien, dudo que alguno de mis amigos de esa época tenga un brazo o pierna que se haya librado de pasar por urgencias, eso sí, cicatrices tengo unas cuantas, son heridas de guerra, heridas de vida, recuerdos. Había más juegos con la bici como protagonista, todos bastante violentos, pero serían más complicados de entender fuera de una mente infantil.

Después llegaron la adolescencia y las motos aunque, en realidad, yo ya había tenido una moto de campo siendo muy pequeña, y la bici quedó en un segundo plano, en un lugar fronterizo entre la infancia y la juventud. La bici era más divertida, pero la moto molaba. Aunque al final, mezclando conceptos, uno acababa haciendo rallies con la moto, que no estaba preparada para eso, pero no eran tan emocionantes. La bici permitía llegar mucho más lejos, no en distancia, pero si atravesando campos y lugares, tapias, riachuelos y accidentes geográficos con el socorrido método de bajarse de ella. Con el tiempo, llegaron también las mountain bikes. Con ellas, ya más mayores, recorríamos kilómetros y kilómetros, pueblos y más pueblos, pero nunca tuvieron tanto encanto como las antiguas y al final las fuimos abandonando con los años y con la llegada de los tiempos de "no quiero ir al pueblo porque he quedado con un chico o con mis amigos de Madrid".

Ahora, a veces pienso que cuando la ciudad por fin me acabe de saturar y me haga rural, desempolvaré mi vieja Orbea y la restauraré o me compraré una bici chula de paseo, con cesta y marchas y volveré a sentirme como aquella niña que se creía invencible y capaz de llegar al fin del mundo sobre su bicicleta.

Y os dejo con la intro de "Aquellos maravillosos años" que, aunque referida a un tiempo anterior, creo que queda perfecta para reflejar lo que cuento. La canción es With A Little Help From My Friends de Joe Cocker

jueves, 10 de julio de 2014

Aquellos maravillosos años, la pequeña Doctora Frankenstein y el misterio desvelado de los globos fugitivos

Fotograma de Up de Disney Pixar. Casa volando con globos
Imagen de Up de Disney Pixar
Hay acciones asociadas a objetos que son pura melancolía, como el globo de helio que se escapa de las manos de un niño dejando una infinita desolación en su cara.

Yo siempre me pregunté a dónde irían los globos fugitivos y qué aventuras les esperaban en ese viaje. Mientras los veía ascender, me imaginaba que sería maravilloso agarrarse fuerte a la cuerda y volar y verlo todo chiquitito desde lo alto y, con un poco de suerte y buenos vientos, llegar a lugares lejanos, incluso a las estrellas. Pensaba, en mi cabeza de diminuta científica, que el peso de un niño no podía ser tanto como para no poder volar si se utilizaba la cantidad adecuada de globos y maquinaba en secreto cómo conseguirlos. Obviamente, no pensaba en globos aerostáticos, pensaba en globos de helio, de los que podías obtener con cierta facilidad de unos padres generosos en un paseo por la feria. Los otros no estaba a mi alcance y, por tanto, no contaban en mis fantasías. Mis afanes científicos eran muy intensos pero poco válidos, y lo de volar no pasó más allá de atar algún insecto o pequeño juguete a un globo, de intentan planear la mejor manera y lugar para lanzar un paracaídas de plástico buscando que tuviese el mayor recorrido posible y de estudiar la aerodinámica de los aviones de papel en busca del modelo perfecto. He de decir que en esto último conseguí grandes avances. Mi interés por la Ciencia, así, en general y con mayúsculas, no decayó según iba creciendo, al contrario, siguió avanzando durante un tiempo que a mi se me hacía eterno y que en realidad era muy escaso, y llegó una época en la que me comportaba como una pequeña emuladora del Dr. Frankenstein o de Leonardo Da Vinci. A esto contribuyó mucho uno de los mejores regalos que recibí en mi vida, un fabuloso microscopio que abría infinitas posibilidades a mis investigaciones. Era tan completo que venía con multitud de frasquitos con productos químicos, probetas, pinzas, ¡bisturí!, vasos de medidas, plaquitas de cristal para poner los materiales a observar, materiales para examinar y, lo más alucinante y espeluznante de todo, una rana perfectamente conservada en un frasco. Era, incluso, mejor que el Quimicefa, uno de los mayores objetos de deseo del momento. Yo, que siempre fui una niña superdotada para la lectura y que había aprendido a leer mucho antes que el resto de los niños, ya tenía un amplio bagaje de lecturas en mi cerebrito que, por supuesto, había mezclado con mi poderosa imaginación, y creía fielmente en teorías antiguas como la de que la electricidad podía revivir a un cuerpo muerto. Ni que decir tiene que aquella rana enfrascada fue un estímulo enorme para mí y que me debatía entre el ansia por abrir el frasco y hacerle todo tipo de análisis y el deseo de conservar aquella maravilla intacta para siempre. La solución llegó en forma de encuentro casual con una rana muerta en la piscina. Era magnífico, ya no tenía que perturbar el eterno descanso de mi querida rana, tenía un ejemplar pidiendo a gritos ser manipulado. No recuerdo los resultados de los experimentos que tuvo que sufrir aquel cuerpo antes, pero si recuerdo los preparativos previos al gran proyecto. Conseguí una pila cuadrada para el tema de la electricidad, que era mucho más fácil que lo del rayo y la cometa, coloqué todos mis materiales ordenados sobre un banco de cemento, busqué en el garaje una tabla de madera del tamaño perfecto y, con unos clavitos finos, fijé la rana a la madera. No creáis que fue fácil el momento de clavarla, si conservo en mi cabeza la sensación es porque lo pasé mal y me impactó, pero en aquel momento era necesario. Ahora quizás no podría hacerlo, siento escalofríos solo de pensarlo, pero los niños están hechos de otra pasta y la curiosidad puede con todo. Lo importante es que, por un momento, se movió. Hasta aquí llega el recuerdo nítido, sé qué hubo disección posterior, ya que estábamos, era tontería desaprovechar el cuerpo de la rana, aunque no tengo claros los detalles, supongo que preferí borrarlos con el tiempo.

Este divagar por mis primeros años ha estado inspirado por el experimento que han realizado unos niños de una escuela inglesa, la Academia Giles, en Boston (Lincolnshire, Inglaterra), que con un globo de helio, un smartphone, un ordenador, un GPS y la ayuda de su profesor de ciencias, han desvelado aquel gran misterio de mi tierna infancia grabando el emocionante viaje del globo, que consiguió llegar al espacio y ver la curvatura de nuestro planeta antes de descender de nuevo a la Tierra ayudado por un paracaídas. Todo esto me da que pensar que tal vez el incontaminado y por tanto aún abierto cerebro infantil, capaz de creer en cosas que los científicos consideran tan evidentes que ignoran, tiene mucho que decir a la hora de enfocar los problemas científicos de forma distinta al viciado y rígido cerebro adulto. Si aún retenéis en vuestro interior algo del niño que fuisteis, conservadlo, quizás sea lo más valioso que poseéis.

He aquí el vídeo del increíble vuelo del globo explorador.


Yo leí la noticia en La Voz de Galicia, este es el enlace: Unos estudiantes graban el espacio con un móvil y un globo de helio

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lunes, 5 de mayo de 2014

Astronauta soy en órbita lunar o de las estrellas que enseñan a pensar

2001 odisea espacio, fotograma, 2001 spacial oddity



De niña, uno de mis deseos “para cuando fuese mayor” era ser astronauta, también quería ser bióloga, pintora, escritora o un Indiana Jones femenino. A algunas de estas cosas he llegado a acercarme un poquito, pero hoy quiero hablar de estrellas y para eso nos quedaremos con mi anhelada faceta de astronauta, que para mí, en esencia, significaba ser un viajero del espacio y, aunque me gustaba lo de los trajes con escafandra y toda esa parafernalia, lo que en verdad quería era pilotar naves espaciales como las de “Star Wars” (“La Guerra de las Galaxias” en aquellos tiempos en los que un Jedi era un “Yedi” y no un “Yedai”). Por eso, salía a hurtadillas de casa cuando ya no había luz y me metía dentro del coche que se guardaba en el garaje, y que, a escondidas del resto del mundo, tenía la virtud de convertirse en mi nave personal sólo con activar la llave de contacto de mi imaginación. Adoraba especialmente el fantástico Halcón Milenario, tan audaz, clandestino y veloz, con el que imaginaba viajar de planeta en planeta a través de rutas plagadas de estrellas, esas mismas que vigilaba tumbada en una colchoneta en el jardín para encontrar movimientos extraños que indicasen que había vida más allá de la Tierra. Era un trabajo duro, demasiado cielo que controlar y demasiada responsabilidad para alguien tan pequeño, pero ocurrió que en el tiempo dedicado a esas observaciones aprendí a pensar, y es que no hay nada tan absolutamente inspirador para el cerebro como observar lo que no se entiende en soledad y buscando explicaciones. Dijo un sabio, real o inventado, ahora no recuerdo bien, “La sabiduría nace de observar una hilera de hormigas”, es algo parecido a lo que me pasó a mí con las estrellas, de ellas aprendí a recrearme en el pensamiento, a disfrutar de mis momentos solitarios, a tener un enorme mundo interior que sólo en ocasiones dejaba y dejo asomar fuera de mi cabeza y, sobre todo, aprendí el gozo casi místico que acompaña al hecho de abismarse, la sobrecogedora sensación de dejar que la inmensidad inunde el alma a través de la incomprensión de algo tan difícil de aprendeher como el Universo, la vida, la Eternidad, la infinita tristeza del espacio, la infinita felicidad de la nada. Supongo que es mi forma de meditar, de apagar el ruido interior, de que desaparezca todo por unos instantes, de entenderme. También me ocurre algo parecido con el cielo diurno, el Sol y las nubes, por eso los observo con mimo, pero la noche es mejor, en ella viven las estrellas y la Luna de las que mi espíritu se alimenta. Probadlo, dejad que os inunden una noche oscura, lejos de la ciudad, en silencio, fundíos con la nada, desapareced…



Una postal desde Lewinland (Andrés Lewin)

A cuento de esto, tengo algunas referencias culturales que con el tiempo fui encontrando y que ayudaron a centrar tanta y tan temprana rareza. Algunas de mis películas fetiche, varias de ellas situadas en el delicado territorio de la obsesión, se encuadran en la Ciencia Ficción, pero hoy viene a cuento especialmente “2001, odisea en el espacio” en la que se perfilan algunos conceptos que desde muy pequeña me acompañaron y que se fueron definiendo poco a poco. Por eso descubrirla fue toda una revelación, un impacto en mi vida, la amo, es una obra maestra y por ella (y por muchas otras), siempre adoraré a Stanley Kubrick y Arthur C. Clarke, el autor de la novela en la que se basa, también fantástica y que, al igual que la película he disfrutado mil veces. Los monos, embriones de lo que será el Hombre, aprendiendo a pensar, evolucionando ante algo que se escapa de su entendimiento como es el monolito, las escenas en el espacio, Hal 9000 cantando su muerte (“Daisy…. Daisyyy…”), el final, su música, su fotografía. Todo sublime. De las secuelas no merece demasiado la pena hablar, aunque cuando un tema me gusta, me recreo también, sin perder el criterio, en sus alrededores, siempre ansiosa de más. Otras novelas y cuentos de los muy recomendables Arthur C. Clarke e Isaac Asimov también se me enredaron en la mente, así como las numerosísimas, breves y viciosas novelas pulp de Ciencia Ficción que desde pequeña leí con devoción. A la soledad del espacio también nos acerca la reciente “Gravity”, que aunque me gustó, me dejó el regustillo amargo que deja el saber que algo que está bien podría haber sido mejor, pero aunque sólo sea por su fotografía, merece la pena. En cuanto a la música, algunas de mis canciones preferidas también hablan de ello. Tremendamente impactante fue la primera escucha de “Halley 2061” de Andrés Lewin, sobre todo la frase “entonces comprendí que la tristeza viene del espacio” y sentí en lo más profundo que alguien lo comprendía. Otra maravilla es “Spacial Oddity” de Bowie, sublime en todo. Bunbury también es fascinante en “Lady Blue” y M-Clan en “Llamando a la Tierra”. Y no me olvido de otros muchos como Iván Ferreiro, en todo él vive el espacio y salpica de su esencia muchas de sus canciones, hasta tal punto que podrá desbordar este post, por eso mejor otro día le dedico uno entero, y es que cuando escucho sus letras me da la impresión de que podría entender todo esto. Son suposiciones, igual que mi empeño en ver amor a las estrellas escondido entre los versos de Antonio Vega. Tengo mucha imaginación y no puedo evitar divagar.

Disfrutad de los vídeos, lo mejor de este blog son las canciones. Hay muchas más y es posible que lo vaya ampliando, acepto sugerencias





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