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domingo, 11 de noviembre de 2018

Muerte y el amor o el amor y la Muerte



Dice la tata María que se me enganchó la Muerte, madre, que me la traje de México, que «es una mujer no más», y ahora anda encaprichada de mí.
Sólo quise sentir en mis carnes las costumbres que llevo arraigadas en los genes, tocar con mis manos lo que llevo de herencia. Cómo iba yo a saber cuando decidí viajar para conocer la patria de padre que debía tener cuidado con las leyendas que se pasean por las calles el Día de los Muertos como si perteneciesen en verdad a este mundo y no al de la fantasía. Para mí era una mujer hermosa, madre, una mujer bella y altiva que me quiso conquistar. Y yo le seguí el juego. Iba a ser una noche nada más. Apenas unas horas diversión, de tequila, ron y dulces de azúcar para celebrar la vida después de honrar a la Muerte. Un aliciente más de la fiesta.
No puede imaginar, madre, como resplandecía sobre el lecho. Con la piel fresca y blanca, acogedora como un sueño, la sonrisa reluciente y un aliento tan refrescante que borraba la huella del tequila. Y esa melena negra de noche, adornada con flores de olor intenso que me embriagaban como el alcohol. Se reía mucho y me daba dulces entre besos, «para que aguantes más», decía. Repetía una y otra vez que esa era su noche, y era una fiesta ver su forma de decirlo, con los ojos llameantes. Yo pensé que había hecho un paréntesis, que se había escapado por unas horas de un marido demasiado celoso o de un padre que coartaba su libertad. No pregunté. No quería romper ese momento en el que era tan dueña de su cuerpo, tan salvaje que había arrastrado mi voluntad a su lecho con una fuerza que hacía que llamase la atención entre todas las demás mujeres.
Cuando desperté, ya no estaba entre los pliegues de las sábanas revueltas, ni sobre mi cuerpo, ni tras la puerta del baño, ni en mi vida. La busqué en cada rincón y sólo la hallé entre recuerdos brumosos de alcohol, vestida de risa y brillando, siempre brillando, como las estrellas. Se había ido sin notas ni despedidas. Me sentí más solo que nunca.
Le confieso, madre, que me asusté cuando abrí los ojos en el avión de regreso a España y, en lugar de la señora malhumorada que dormitaba a mi lado cuando me dejé atrapar por el sueño, la vi a ella. No sé cómo consiguió un pasaje, pero en ese momento me pareció muy poco importante frente el hecho de recuperarla. «Me voy contigo», me dijo, y a mí me pareció que eso era exactamente lo único que yo quería en la vida.
Ella es diferente a las demás mujeres, madre. Inventa cuentos para mí en los que mezcla la realidad de sus amores de otros tiempos disfrazándolos con su imaginación prodigiosa. En lugar de ponerme celoso, me considero el hombre más afortunado del mundo porque ahora está a mi lado. «No soy tuya», me dice cuando le pregunto, «no soy de nadie, pero te elijo a ti porque me gusta verme en tus ojos y me cautiva lo que esconden, como cuando elegí a José Guadalupe por su sentido del humor y luego lo cambié por Rivera, que me vistió de elegancia con sus pinceles y me hizo amar tanto su país». «¡Qué hombre, Rivera!», exclama entre risas, «¡tan feo pero tan masculino! Con una personalidad arrolladora capaz de absorber las voluntades femeninas. Nunca había compartido a mis hombres, pero hice una excepción con su Frida, que era magnífica. Ahora ya es solo para ella. Siempre estuvo a su lado, y siempre lo estará, vivos o muertos».
Todo eso me cuenta mientras hacemos de la cama un altar en el que homenajear su figura. Y allí planeamos mis negocios, que ahora son también suyos. Dice que le divierte que yo elija quién debe morir y ser ella la mano que ejecuta. Desde que está a mi lado, todo está en calma, mis hombres me respetan, las demás bandas me temen y las arcas se llenan cada vez más. Es una asesina implacable. Si alguien no cumple lo acordado, recibe la visita de mi dama y no vuelve a respirar. Nunca ha habido verdugo más fulminante ni mujer más dulce.
Qué más da que disfrute matando, madre, si yo tampoco soy un santo. Lo único que temo es que un día deje de ver en mí lo que vio aquella noche, o que un artista la describa tan bella que su vanidad la haga volar a sus brazos. Si llega ese día, madre, si un día me deja por otro, yo mismo le pediré que me arranque la vida.




#DíaDeMuertos

domingo, 13 de julio de 2014

Frida Khalo, la mujer rota

La columna rota Frida Kahlo 1944
La columna rota. Frida Kahlo, 1944
Mujer rota, imagen de ruina y desolación, engrandecida por su afán de afearse, perdida en un árido paisaje de soledad. San Sebastián femenino torturado por las flechas de su propia enfermedad. Mujer de cuerpo roto, mártir, prisionera de sus circunstancias crueles. Mujer pequeña inmensamente fuerte defendiendo sus ideas. Mujer infinitamente amada y amante de su eterno amor Diego Rivera. Mujer llena de vida atrapada en un corsé que limita su mundo.

Así es Frida Khalo y así se retrata a sí misma en este cuadro en que se pinta casi como una mujer edificio compuesta de carne, piedra y corsé.

Frida Kahlo fue una mujer emblemática en muchos aspectos, como pintora por su indiscutible personalidad pero también como mujer que se adelantó a su tiempo, atreviéndose a defender sus opiniones políticas y vitales.

Tuvo una vida difícil marcada por la mala salud. A los seis años enfermó de poliomielitis y en lugar de retraerse al afectar el brote de la enfermedad a su pierna, se dedicó a practicar todo tipo de deportes, desafiando a la sociedad de la época que no veía con buenos ojos que una jovencita jugase al fútbol, practicase boxeo, lucha y natación.

Años más tarde, tuvo un gravísimo accidente que marcó el resto de su existencia. Un tranvía colisionó con el autobús en que viajaba provocándole terribles daños que le dejarían secuelas de por vida. El fuerte impacto transformó a Frida en una muñeca rota en mitad de la calle con la columna quebrada por tres sitios además de fracturas en la clavícula, las costillas y la pierna y el pie derechos. También en ese momento se quebró algo más, su posibilidad de ser madre. Una barra del pasamanos le atravesó la pelvis, convirtiendo en abortos todos sus futuros intentos de darle un hijo a su amado Rivera. Ese día desgraciado hizo que tuviese que ser intervenida más de treinta veces a lo largo de su corta vida, que pasase largas temporadas enfundada en rígidos corsés y que sufriese continuos dolores.

El tiempo que tuvo que permanecer casi sin moverse en los meses siguientes al accidente, durante los cuales descubrieron en una revisión la fractura de su columna, fue lo que la llevó a comenzar a pintar como una forma de evadirse del tedio y también de ampliar sus horizontes más allá de la habitación en la que reposaba.

Frida es un ejemplo de superación para todos aquellos cuya salud limita su vida, porque ella nunca dejó que su mal fuese más fuerte que ella y hasta el último momento luchó por vencerlo. De su desgracia surgió la maestría de su arte y de sus debilidades hacía bandera, manejándolas a su antojo a través de su pincel. Esta obra, titulada “La columna rota”, que pintó en 1944 es el vivo testimonio de su sentir. Se autorretrata erguida, con la mirada desafiante y firme, aunque el rostro inundado de lágrimas deje translucir su intensa tristeza. Pinta su cuerpo algo más fuerte de lo que en realidad era, pero lo representa abierto en canal para que veamos la verdadera causa de su tragedia, esa columna rota que, como si fuese una ruina antigua, apenas puede sostener la estructura del edificio. El paño blanco y los clavos que atraviesan su cuerpo son representaciones de su intenso dolor que la convierte en mártir y recuerdan mucho a la figura de San Sebastián de la iconografía cristiana, a pesar de que Frida mantenía una postura más bien anticlerical, sin por ello renunciar a su herencia cultural ni a las creencias de su pueblo, que utilizaba para representar sus sentimientos en cada momento.

La figura partida en dos se prolonga en los surcos del paisaje que la acoge, un entorno de cielo oscuro y tierras áridas, resecas y agrietadas como su alma herida. De este modo, Frida nos recuerda que su dolor físico tiene reflejo también en su corazón que, aunque nunca se de por vencido, a veces le cuesta asumir tanta desgracia, sobre todo cuando está sazonada por las infidelidades de su idolatrado Rivera, al que, a pesar de todo cuanto le hizo sufrir, nunca dejó de amar obsesivamente.

Magdalena Carmen Frieda Kahlo Calderón, nacida en 1907 y muerta poco después de cumplir los cuarenta y siete años, a pesar de todos sus problemas vivió durante su existencia un torbellino de emociones, de amores, de ideales y de fuerza. Hubo un momento en que, tras la amputación de su pierna, sufrió tentaciones de acabar con su vida pero incluso en ese momento, encontró en el amor por su marido una razón para seguir viviendo.

Frida convirtió su adversidad en riqueza artística, dejando con sus pequeños pies una huella bien firme en la Historia del Arte.


Frida Khalo nació y murió en julio, un día como hoy de 1954. Mi pequeño homenaje consiste en recuperar este texto.
La música la pone la grandísima Chavela Vargas, tan cercana a Frida que no están claros los límites de su amistad. Ni falta que hace.

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