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miércoles, 20 de septiembre de 2017

Conversaciones con el fantasma de Mary Shelley

Mary Shelley
Mary Shelley

El fantasma de Mary Shelley me sonríe entre las brumas. En sus manos, el libro que contiene, entre otras letras, un cuento mágico. Tan blanca su encuadernación. Tan salpicadas sus páginas del agua del mar primigenio en el que el hombre, impreciso pero conocido, me esperaba con el libro en los brazos y las piernas sumergidas en el agua. Sin saber ni si él era él o si yo era yo. Y, aun así, lo sostenía. Ese hombre, parte de mí, mantenía a salvo mi vida de papel. Recién salido de los sueños reales. 

Mary Shelley me entiende. Lee mis historias: las que han sido, las que serán y las que no. Sabe que lo escrito a veces es magia. Y más si está en juego lo más poderoso. 

El beso del hombre de dos rostros esparce su recuerdo en mis neuronas. Me hace daño con sus semillas de quizás. De alguna manera, es parte del cuento circular y clandestino, aunque no esté entre las líneas de esa pequeña historia tejida con realidad, fantasía y sueños. Suya y mía. Mía y de cada uno de ellos. Ahora dudo de quién es el protagonista. De si es él. De si es el otro. De si son los otros. Todo es confuso, borroso, inestable, porque en el cuento hay varias caras sonriendo, diferentes bocas de labios ansiosos ―algunas―, distintos ojos que miran lo mismo. Justo en ese preciso lugar, epicentro de mis desastres, en el que las miradas se vuelven agua en la que bucear. Los mismos árboles, testigos mudos, el mismo olor. Y una corriente de amor en diferentes estados fluyendo en el aire. Siempre.

Todo es un cuento, me repito en voz alta, nada más que un cuento que se mezcla con los sueños, que bebe de las fuentes del aire en el que se escondía hasta que yo lo encontré o él me encontró a mí. Entonces, Mary Shelley señala mi corazón, que arde muy rojo en mi pecho, y sus palabras quedan coreadas por un eco de abismo cuando replica: mi monstruo también era sólo un cuento. Después me entrega el libro ya leído, en el que, en brillantes letras doradas, ha escrito un título.

Se despide de mí y la veo alejarse en dirección al mar, caminando de la mano del Monstruo de Frankenstein. Luce diminuta al lado de la criatura, y un arrebato de ternura me hace llorar. Por eso y porque intuyo lo que ocurrirá: presa del dolor, yo también acabaré destruyéndolo todo, hasta a mí misma. 

En un instante, todo cambia y me quedo sola en el silencio espeso en que no somos. No dura mucho. Él me ofrece evasión en su recuerdo, en sus brazos. Implacable, me pone contra las cuerdas. Consigue que me tambalee apelando a algo que los dos sabemos bien. El muy astuto ha aprendido a  regresar a través de mis sueños para desde ahí escapar a la realidad. Y ahora pretende ser otra vez de carne y hueso, aunque sea un dios. Como antaño. Como antes de arrancarnos el futuro. 

Hay voces que me palpan con sus tentáculos. Acarician mis debilidades y mis miedos, hacen que a ratos me revuelque en mi infierno, que me asuste de mi imagen al mirarme al espejo.
Algunas apenas son ecos perdidos en su propia naturaleza, músicas que no saben hacer vibrar mi corazón o mi piel. 

Una de ellas sabe ―sin saber y sin que yo esté segura de lo que afirmo― hacerlo todo. Como parte de este juego de contradicciones, me da cierta paz con su existencia. Consigue armonizar mi caos comprendiéndolo. Me sumerge en una melodía que suena a estrellas y refugio.

Sueño con un luminoso espejismo encerrado tras una puerta cuya llave no tengo, aunque atisbo el brillo que se escapa por las rendijas y a ratos deseo bañarme en él. Renacer en él.

El sol del membrillo es lujuria de luz en este otoño que empieza a latir.

Las palabras de Mary Shelley resuenan en mi cabeza.

Asustada, me planteo si es mejor huir de todo o esperar a que el invierno me congele las alas y convierta mi fragilidad en dureza de hielo.


*No siempre soy lo que escribo, ni lo que sueño o imagino... no del todo. 

jueves, 10 de julio de 2014

Aquellos maravillosos años, la pequeña Doctora Frankenstein y el misterio desvelado de los globos fugitivos

Fotograma de Up de Disney Pixar. Casa volando con globos
Imagen de Up de Disney Pixar
Hay acciones asociadas a objetos que son pura melancolía, como el globo de helio que se escapa de las manos de un niño dejando una infinita desolación en su cara.

Yo siempre me pregunté a dónde irían los globos fugitivos y qué aventuras les esperaban en ese viaje. Mientras los veía ascender, me imaginaba que sería maravilloso agarrarse fuerte a la cuerda y volar y verlo todo chiquitito desde lo alto y, con un poco de suerte y buenos vientos, llegar a lugares lejanos, incluso a las estrellas. Pensaba, en mi cabeza de diminuta científica, que el peso de un niño no podía ser tanto como para no poder volar si se utilizaba la cantidad adecuada de globos y maquinaba en secreto cómo conseguirlos. Obviamente, no pensaba en globos aerostáticos, pensaba en globos de helio, de los que podías obtener con cierta facilidad de unos padres generosos en un paseo por la feria. Los otros no estaba a mi alcance y, por tanto, no contaban en mis fantasías. Mis afanes científicos eran muy intensos pero poco válidos, y lo de volar no pasó más allá de atar algún insecto o pequeño juguete a un globo, de intentan planear la mejor manera y lugar para lanzar un paracaídas de plástico buscando que tuviese el mayor recorrido posible y de estudiar la aerodinámica de los aviones de papel en busca del modelo perfecto. He de decir que en esto último conseguí grandes avances. Mi interés por la Ciencia, así, en general y con mayúsculas, no decayó según iba creciendo, al contrario, siguió avanzando durante un tiempo que a mi se me hacía eterno y que en realidad era muy escaso, y llegó una época en la que me comportaba como una pequeña emuladora del Dr. Frankenstein o de Leonardo Da Vinci. A esto contribuyó mucho uno de los mejores regalos que recibí en mi vida, un fabuloso microscopio que abría infinitas posibilidades a mis investigaciones. Era tan completo que venía con multitud de frasquitos con productos químicos, probetas, pinzas, ¡bisturí!, vasos de medidas, plaquitas de cristal para poner los materiales a observar, materiales para examinar y, lo más alucinante y espeluznante de todo, una rana perfectamente conservada en un frasco. Era, incluso, mejor que el Quimicefa, uno de los mayores objetos de deseo del momento. Yo, que siempre fui una niña superdotada para la lectura y que había aprendido a leer mucho antes que el resto de los niños, ya tenía un amplio bagaje de lecturas en mi cerebrito que, por supuesto, había mezclado con mi poderosa imaginación, y creía fielmente en teorías antiguas como la de que la electricidad podía revivir a un cuerpo muerto. Ni que decir tiene que aquella rana enfrascada fue un estímulo enorme para mí y que me debatía entre el ansia por abrir el frasco y hacerle todo tipo de análisis y el deseo de conservar aquella maravilla intacta para siempre. La solución llegó en forma de encuentro casual con una rana muerta en la piscina. Era magnífico, ya no tenía que perturbar el eterno descanso de mi querida rana, tenía un ejemplar pidiendo a gritos ser manipulado. No recuerdo los resultados de los experimentos que tuvo que sufrir aquel cuerpo antes, pero si recuerdo los preparativos previos al gran proyecto. Conseguí una pila cuadrada para el tema de la electricidad, que era mucho más fácil que lo del rayo y la cometa, coloqué todos mis materiales ordenados sobre un banco de cemento, busqué en el garaje una tabla de madera del tamaño perfecto y, con unos clavitos finos, fijé la rana a la madera. No creáis que fue fácil el momento de clavarla, si conservo en mi cabeza la sensación es porque lo pasé mal y me impactó, pero en aquel momento era necesario. Ahora quizás no podría hacerlo, siento escalofríos solo de pensarlo, pero los niños están hechos de otra pasta y la curiosidad puede con todo. Lo importante es que, por un momento, se movió. Hasta aquí llega el recuerdo nítido, sé qué hubo disección posterior, ya que estábamos, era tontería desaprovechar el cuerpo de la rana, aunque no tengo claros los detalles, supongo que preferí borrarlos con el tiempo.

Este divagar por mis primeros años ha estado inspirado por el experimento que han realizado unos niños de una escuela inglesa, la Academia Giles, en Boston (Lincolnshire, Inglaterra), que con un globo de helio, un smartphone, un ordenador, un GPS y la ayuda de su profesor de ciencias, han desvelado aquel gran misterio de mi tierna infancia grabando el emocionante viaje del globo, que consiguió llegar al espacio y ver la curvatura de nuestro planeta antes de descender de nuevo a la Tierra ayudado por un paracaídas. Todo esto me da que pensar que tal vez el incontaminado y por tanto aún abierto cerebro infantil, capaz de creer en cosas que los científicos consideran tan evidentes que ignoran, tiene mucho que decir a la hora de enfocar los problemas científicos de forma distinta al viciado y rígido cerebro adulto. Si aún retenéis en vuestro interior algo del niño que fuisteis, conservadlo, quizás sea lo más valioso que poseéis.

He aquí el vídeo del increíble vuelo del globo explorador.


Yo leí la noticia en La Voz de Galicia, este es el enlace: Unos estudiantes graban el espacio con un móvil y un globo de helio

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martes, 10 de junio de 2014

Lista de deseos. Remando al viento con una jirafa en el salón

Jirafa en el palacio veneciano, escena de Remando al viento de Gonzalo Suárez
Escena de la película Remando al viento de Gonzalo Suárez 


Siempre quise tener, entre otras cosas:

Un sombrero de copa
Un ornitorrinco
Un caballete para pintar
Un mascarón de proa
Un armadillo
Una claqueta de cine
Un kiwi
Una silla de los años 60 con forma de huevo
Un platillo volante

Una capa roja con capucha
Un timón de barco
Un kimono japonés
Un libro descatalogado
Un vestido con corsé

Una caja para coleccionar nubes 
Una casa desde la que respirar el mar 
Un navegante de sueños
Una canción que hablase de mí 

Una jirafa paseando por el salón
Un hombre que entendiese mis deseos extraños

Algunos de estos deseos los conseguí, algunos aún los espero, algunos se mezclaron, algunos se multiplicaron, algunos se convirtieron en ironías de la vida.


* La fotografía es una captura de Remando al viento, una película que es pura poesía visual, una delicia, como no podía dejar de serlo una obra que une las apasionantes figuras de Lord ByronMary Shelley y Polidori con el director Gonzalo Suárez y la génesis de Frankenstein. Vedla.
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