La niña de la foto soy con mi primera bici |
Ayer volví a ver Exploradores (Joe Dante, 1985) y Super 8 (J. J. Abrams, 2011). Me encantan las películas de los años 80 con niños como protagonistas, especialmente si son de ciencia ficción, de fantasía o de aventuras, géneros muy cultivados en aquellos años. Sí, lo sé, Super 8 es de antes de ayer, pero tiene el mismo espíritu que que si fuera de 1985. Tengo que reconocer que me fascina el cine ochentero, casi todas mis películas míticas son de esa época, las que son para todo el mundo y las rarezas más oscuras y extrañas que sólo me gustan a mi y a cuatro exquisitos y adorables locos más.
Después de la sesión cinéfila de ayer, tan de niños, bicis y ciencia ficción, estoy en modo "mi infancia son recuerdos...". Los más intensos recuerdos de cuando yo era niña y feliz están ligados a los fines de semana y los veranos eternos en mi casa del campo. La mayoría de los niños cuando decían que se iban al pueblo se referían a un pueblo en el que tenían raíces, abuelos, etc., en mi familia, muy de Madrid, el pueblo no venía de serie, así que lo adoptaron mis padres comprando una casa en uno que les gustó. Allí, mis amigos, mi hermana y yo éramos como los niños de esas películas de los años ochenta, todo el día viviendo aventuras, siempre encima de la bicicleta, de la que uno solamente se bajaba por imperativo materno o para echar una partida a algún juego, planear trastadas, recoger la merienda, bañarse en la piscina o ver la serie que pusieran después de comer. Era un prolongación de las piernas infantiles, un instrumento maravilloso que permitía irse muy lejos en muy poco rato en aquella época en la que las distancias eran tan flexibles como el tiempo. Recuerdo que muy a menudo organizábamos lo que llamábamos rallies o raids y que consistían en planear un recorrido por el campo para hacer en bici por lugares generalmente imposibles y que más de una vez acababan con alguno escalabrado, raspado de cuerpo entero o con un miembro escayolado. Y cómo resistían las bicicletas y los cuerpos, teniendo en cuenta que por entonces aún no se habían puesto de moda ni los cascos ni las bicis de campo y a lo sumo se veía alguna con ruedas de tacos, como la BMX de uno de mis amigos o la Motoretta que regalaron a mi hermana cuando hizo la comunión y que nunca me gustó porque pesaba mucho más que mis ligeras y ágiles Orbea de paseo, de las que tuve dos, una pequeñita y otra más grande ya, con su bocina y su cesta, especialmente útil cuando me mandaban a por algún recado al supermercado, cuando había que llevar provisiones a alguna excursión de un par de horas, para llenarla de petardos o similares o para llevar a E.T. si se pasaba por allí. Se dice que los niños son de goma, yo sospecho que las niñas más aún porque yo, haciendo el bruto exactamente igual que ellos, nunca he pasado por el trance de la escayola y aunque no lo recuerdo bien, dudo que alguno de mis amigos de esa época tenga un brazo o pierna que se haya librado de pasar por urgencias, eso sí, cicatrices tengo unas cuantas, son heridas de guerra, heridas de vida, recuerdos. Había más juegos con la bici como protagonista, todos bastante violentos, pero serían más complicados de entender fuera de una mente infantil.
Después llegaron la adolescencia y las motos aunque, en realidad, yo ya había tenido una moto de campo siendo muy pequeña, y la bici quedó en un segundo plano, en un lugar fronterizo entre la infancia y la juventud. La bici era más divertida, pero la moto molaba. Aunque al final, mezclando conceptos, uno acababa haciendo rallies con la moto, que no estaba preparada para eso, pero no eran tan emocionantes. La bici permitía llegar mucho más lejos, no en distancia, pero si atravesando campos y lugares, tapias, riachuelos y accidentes geográficos con el socorrido método de bajarse de ella. Con el tiempo, llegaron también las mountain bikes. Con ellas, ya más mayores, recorríamos kilómetros y kilómetros, pueblos y más pueblos, pero nunca tuvieron tanto encanto como las antiguas y al final las fuimos abandonando con los años y con la llegada de los tiempos de "no quiero ir al pueblo porque he quedado con un chico o con mis amigos de Madrid".
Ahora, a veces pienso que cuando la ciudad por fin me acabe de saturar y me haga rural, desempolvaré mi vieja Orbea y la restauraré o me compraré una bici chula de paseo, con cesta y marchas y volveré a sentirme como aquella niña que se creía invencible y capaz de llegar al fin del mundo sobre su bicicleta.
Y os dejo con la intro de "Aquellos maravillosos años" que, aunque referida a un tiempo anterior, creo que queda perfecta para reflejar lo que cuento. La canción es With A Little Help From My Friends de Joe Cocker