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jueves, 22 de febrero de 2018

El año nuevo de los árboles, de David Aliaga



Dance me to your beauty with a burning violin
Dance me through the panic till I'm gathered safely in
(Leonard Cohen, “Dance me to the end of love”)

Decía Leonard Cohen que lo importante no es que se conozca la semilla que dio origen a una canción, sino que el lenguaje utilizado provenga de un recurso apasionado. Por eso una hermosa canción de amor puede tener su origen en algo tan escalofriante como la belleza de un cuarteto de cuerdas sonando junto al crematorio en un campo de concentración.
Acabo de leer El año nuevo de los árboles de David Aliaga y aún tengo pegado en el paladar el sabor seco y ahumado de la ceniza, la amargura nostálgica de los frutos dulces de un árbol que no es mío, pero que podría serlo porque conozco el sabor de las almendras buenas tan bien como el de las malas, porque ambos son parte de la vida, como la tristeza, la alegría o las raíces que nos sustentan. Y es que Aliaga hurga en su interior, saca las pasiones que le arden por dentro, sus penas, su rabia y su búsqueda de una identidad que va más allá de la que conoce y con ellas crea historias que son suyas y también de otros, de los demás ―imaginarios o no―, de nosotros mismos.
Son sus relatos fragmentos de vida atravesados de tristeza, de ojos de cristal que miran a un infinito perdido en la Historia y la cotidianeidad, de huellas dejadas en un camino hecho de guerras, holocaustos y pies pisando los restos de una Europa sufriente, huyendo de sí mismos. Ojos que cuando miran a su lado encuentran al compañero, al amigo, al familiar y lo miran con ternura, con comprensión, con amor o con odio, siempre observando lo que oculta la mera existencia del día al día. Traspasan la piel y lo ven por dentro: lo que siente, lo que teme, lo que ama.
Es capaz, el autor de convertirnos por un momento en los personajes de sus historias, de hacernos sentir lo que sienten ellos. Nos hace paladear su tristeza o su esperanza, y lo consigue con un lenguaje hermoso, preciso y elegante, con esa intimidad a la que sólo se llega con unas pinceladas de poesía. Y todo comienza ya desde el título, que refleja un bello precepto de la tradición judía acerca de la fecha de germinación de los árboles.
Muere un árbol y con él morimos nosotros, por eso hay que matar los parásitos, morderlos si hace falta para salvar la vida, conocer los fantasmas para vencerlos, no olvidar los errores para no repetirlos. Sólo hay un camino para ser: conocerse. Eso, entre otras cosas, nos enseña Aliaga al compartir con nosotros su esencia en forma de los relatos cortos que reúne este libro, que viene envuelto en una preciosa edición y que complementa, aunque no necesita de él, a otro volumen anterior titulado Y no me llamaré más Jacob, que ahora reedita también Sapere Aude.


*Y para escuchar mientras: "Dance me to the end of love" de Leonard Cohen


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