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martes, 3 de febrero de 2015

Los Dioses son de granito

Monte Louro. Foto Mar Goizueta
Foto: Monte Louro, en Louro (Muros, A Coruña, Galicia)
Los dioses son de granito y vigilan, eternos,
el transcurrir de las vidas de los hombres,
que de lejos parecen pequeñas hormigas,
veloces y atolondradas,
huyendo de la pisada de un gigante.

Poderosos y distantes,
permanecen ocultos bajo sus mantos verdes,
asomando a veces, altivos, más allá de las nubes,
con los huesos suaves del desgaste
y cicatrices profundas donde se les rompió la piel.

Los dioses de granito aprendieron a aceptar ofrendas
y se acostumbraron a que la sangre corriese por sus surcos,
a servir de trono a dioses falsos
y a reyes que se creyeron todopoderosos.

Calmaron su ira con rituales de druidas,
recibieron, afectuosos, la visita de las brujas,
vigilaron el sueño de quienes les veneraron.

De eso hace mil vidas y un día.
Ahora nadie los recuerda.
Y llegará el día en que no resistan
el desagradecido olvido de los hombres.

Entonces, exhibirán sus huesos pulidos,
las vértebras de roca que forman su espina dorsal,
sus pétreos dientes feroces,
sus manos crispadas de furia.

Abrirán sus bocas profundas y vomitarán la lava de sus estómagos,
harán ver su rabia con riadas de lodo
que arrasarán hogares y vidas a su paso.

Después, los dioses de granito permanecerán eternos,
sonriendo con los ojos llenos de sangre
mientras ven desaparecer a los hombres que los olvidaron.


Al principio publiqué esta entrada en el blog sin nada más que la foto y el poema, pero no puedo resistirme a hablar un poquito más sobre esos dioses que para mí son importantes.

Hay dos lugares en los que paso mucho tiempo y mucho más pasaría si pudiera.


Uno de ellos es Louro, en Muros, A Coruña, mi parte preferida de Galicia, situada en la llamada Costa da Morte, un nombre que recuerda lo bravío de su mar, ese mar que huele a espuma, a fuerza y a salvaje y que tantas vidas se ha cobrado con su furia. Un mar de mareas brutales, cambiantes y lunáticas en las que las estrellas brillan para iluminar el agua y los faros reinan en la noche. Allí, vigilando la Ría de Muros-Noia, está el Monte Louro, inmensa mole de granito, frontera entre el mar tranquilo y el mar de olas enormes, separando la placidez de la Ría, calmada y suave de ese mismo mar esquizofrénico que a la vuelta de la esquina que forma la ladera del monte se vuelve revoltoso y juguetón para acoger a surfistas y valientes. Y allí, en la cara indómita, entre dunas que imitan olas secas, guarda un tesoro, una laguna que oscila entre dulce y salada según los caprichos de la Naturaleza y por ello aloja una fauna y una flora tan especiales como ella, la Lagoa de Xalfas. El Monte Louro domina desde su altura el mar y vigila, omnipresente, las vidas de las gentes de Louro y, aunque no se diga, yo creo que es un dios casi tan poderoso como su hermano Pindo, tan cercano que podrían comunicarse con una leve vibración de sus rocas. Yo conozco la ira del fuego lamiendo su superficie, las llamas como catedrales corriendo por lo más alto azuzadas por el furioso Nordés y conozco al dragón pétreo que duerme a medio camino de su altura, protegiendo al protector, el que irá a su lado cuando comience la guerra del olvido y vomitará fuego por él. Ahora está tranquilo, pero no le gusta que la ceniza manche su lomo, que las llamas dejen al descubierto las vértebras de su espalda y cuando no pueda más, se erguirá orgulloso y despertará al Monte. Entonces temblará el mundo y la Ría perderá su paz. Y será tan mortal como fascinante verlo.


Otro de mis Dioses de granito es Peña Muñana, en Cadalso de los Vidrios, Madrid, que para mí siempre ha sido El Piquillo, un nombre que disminuía su magnitud haciéndolo más cercano, más accesible. Es la montaña de mi infancia, de mi juventud, de mi vida entera en los fines de semana, de parte de las vacaciones, de las escapadas y algún día puede que lo sea de mi día a día. Desde que me levanto está ahí, controlando el cielo ayudado por su ejército de rapaces, que vuelan majestuosas, vigilando ese cruce de caminos de aviones que pasa sobre su cabeza. Sus huesos de granito son tan maravillosos que los hombres se empeñan en arrancarlos, sin saber que ese será su final, porque todo tiene un límite y un precio y llegará el día de la venganza. El Piquillo es generoso y disfruta transmitiendo el calor que guardan sus rocas a los animales y sirviendo de cauce a los miles de riachuelos que recorren su cuerpo. A mi me gusta subir arriba del todo, atravesando caminos o rocas, entre setas, musgos, pinos y un pequeño reducto de helechos y al llegar a lo más alto, tumbarme sobre la roca pelada, con nada más que el cielo sobre la cabeza y recargarme de la energía ancestral que guarda, absorber su magia antigua, la fuerza del sol acumulada en los minerales de sus huesos. Allí vive El Fraile, descomunal gigante que finge ser piedra a ojos de los hombres, pero que cuando nadie le ve baja a beber el jugo de las vides que crecen a pie de la Peña, dejando a veces que el viento le quite la siniestra capucha y el sol acaricie su tonsura. Esto no lo ha visto ningún ser humano, sólo los animales y el Hombre Lobo del bosque cuando está en forma lupina, pero no cuenta porque al despertar los recuerdos se le mezclan con las sensaciones y casi nunca está seguro de lo que ocurre en las noches de Luna Llena, ni de lo que han visto sus ojos amarillos. Hay también una Monja, compañera del Fraile, que, como es mucho más discreta y tímida, no se deja ver con tanta claridad. La Peña es benévola y quiere a los Hombres que no la han olvidado y celebran su fiesta grande en sus laderas y ponen su nombre a las cosas que les importan, pero el expolio de su cuerpo, el matar a sus hijos por conseguir sus huesos, acabará un día con su paciencia, se desatará su ira y llegará el fin, pues la ira de los Dioses es impredecible y difícil de calmar y no valdrán argumentos ni armas contra su magnitud.


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