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martes, 22 de agosto de 2017

El último día antes del desastre (Diario de la cuenta atrás para el fin del mundo 2)

Mutación. Foto Mar Goizueta
Mutación.

22 de agosto de 2017. Hoy es el último día de la cuenta atrás. Mañana ―dicen―, el imaginario Planeta X chocará contra nuestro planeta. Yo empleo el tiempo de espera en hacer mi vida normal. No voy a mentir: ante tamaño acontecimiento, primero pensé en que era el momento de hacer mil cosas alocadas, pero después, meditándolo más, llegué a la conclusión de que todo era un enorme absurdo. Lo que en realidad quiero es tranquilidad, no pensar en ello, hacer como que no va a ocurrir, dejar pasar las horas lánguidas, perezosas, como cuando me dejo llevar en la piscina y floto, haciéndome la muerta, con las orejas dentro del agua y el pelo desparramado a mi alrededor, con los ojos cerrados para no ver la dirección en la que me hace viajar el agua que juega con mi cuerpo, con el sol cosquilleando la piel que sobresale de la superficie. O como cuando dejo que me lluevan estrellas, aviones o murciélagos fugaces en el silencio de las noches de verano mientras me pierdo en el abismo de mis propios pensamientos.
     Y puede que no ocurra nada, que mañana sea un día cualquiera, que haga calor y brille el sol y hablemos sobre la vida que no se ha acabado de repente y que nos da otra oportunidad de impedir que se nos escape el “Vivir” con mayúsculas de entre los dedos. Es más, estoy convencida de que así será, pero, como insinuaba en el primer texto de este Diario de la  cuenta atrás para el fin del mundo, estos días son excusa para una catarsis que nos haga cambiar la piel, olvidar lo que nos sobra para renovarnos y crecer.
     Ahora que llega la imaginaria oscuridad, entre otras cosas pienso en luz: tu luz. Soy igual que las polillas que vuelan en torno a un foco en el que creen ver un pequeño paraíso cálido, acogedor, poseedor de una luminosidad que podría hacer aparecer sus colores, convirtiéndolas en mariposas. Tan cerca parece estar la felicidad, que chamuscarse un poco las alas en el intento se les figura un precio minúsculo. Y perecen algunas en el camino, pero es siempre digna de honores la muerte en pos de la vida.
     Y aunque me consta que el futuro es terreno incierto, por más que a veces parezca lo contrario, creo en él, y lo sueño hermoso y habitado por amor. Un árbol hermoso y verde con raíces firmes en un presente que me grita con fuerza, que hace que mis alas se impacienten como las de la protagonista del cuento que comienza así:

     Como insectos sedientos de luz, las hadas oscuras comparten su magia con quien las deslumbra.
     Y si su regalo es aceptado, brillan y brillan, iluminando cada rincón con su risa musical.

    Paradójicamente, esta es una historia con vocación de interminable, a pesar del desastre imaginario que ocurrirá mañana. O no… Tic tac, tic tac.

*La música de hoy sólo podía ser la sintonía de El Planeta Imaginario (Debussy - Arabesque No.1), interpretada por Isao Tomita.

sábado, 24 de junio de 2017

Flotar, volar


"A Fairy Tale", Arthur Wardle

En su día, las hadas duermen y se olvidan de existir

Flotar. Ser agua. Planear en vuelo líquido. Morir. 

Flotar hasta no ser. O ser nada. Dejarme llevar hasta que los pájaros olviden mi ser. Acariciar sus plumas, fundirme en el agua que lame mi piel. Sentir. 

Y pensar en la tristeza de los dragones que, a escondidas en su cueva, se arrancan las escamas y vomitan la magia que los define y el fuego de su rabia. En su justificado odio hacia un mundo en el que nadie escribe cuentos en los que su felicidad venga de la mano de la pureza que anhelan y evite que sufran con la desesperación de quien sabe que sólo eso borrará su oscuridad y los hará renacer humanos, brillantes y hermosos a ojos del ser amado. Pobres princesas que con el tiempo se arrepentirán de haberse dejado fascinar por un príncipe que no moverá un dedo por su felicidad, que las considerará un triunfo para su ego y su poder. Pobres dragones que ven a su princesa suspirar por quién jamás podrá ofrecer un amor tan grande como el que ellos atesoran en sus alas refulgentes. Pienso en que esa es su maldición, la que les hace retirarse al terrible abismo de tristeza que habitan, mientras floto y siento extenderse las alas de mi sombra hasta cubrir el resto del agua, al tiempo que los mechones de mi pelo se entremezclan con las corrientes y cobran una especie de vida ajena a mí. 

Volar. Ser viento. Nadar en inmersión aérea. Vivir. 

Volar hasta ser. Ser todo. Dejarme llevar hasta que los peces recuerde mi ser. Acariciar sus aletas, fundirme en el viento que lame mi piel. No sentir.


Azul, líneas en el mar...



miércoles, 7 de enero de 2015

El Sapo incorrupto

Os juro que sé donde vive el sapo incorrupto, justo al lado de donde se puede ver bailar a las hadas si se sabe mirar, entre setas y pinos y cerca de un arroyo intermitente. No os diré el lugar exacto para que nadie perturbe su muerte/vida eterna, pero está allí, contemplando el mundo, tan repleto de sabiduría que podría explotar.


EL SAPO INCORRUPTO

      En los cuentos de princesas siempre hay sapos. Los escritores los disfrazan de ranas con trajes de palabras porque tienen fama de feos y nadie se cree que los vayan a querer besar, pero son sapos. Y las princesas son humanas. Por eso, cuando averiguan las virtudes alucinógenas de los sapos, sacan sus lenguas y los lamen con voracidad. Casi nadie lo sabe, pero las ranas son demasiado inquietas para llevar corona, por eso no pueden reinar. Me lo contó un sapo que había ido a morir en el Claro de las Hadas, allí donde la corrupción no existe. Por ese motivo, se mantenía en el último instante de su tiempo, con una pata en la vida y otra en la muerte, con la consciencia plena en ambos lugares, vivo mientras no se moviese de aquel lugar, muerto en todo momento. Las hadas, eternamente asombradas por el hecho de su semivida, le dejan estar en su lugar de magia, pues a nadie puede ir a contar sus secretos y, además, a cambio de su estancia, él puede narrarles cosas de ese mundo de los muertos que ellas desconocen, pues son tan longevas que ninguna sabe de alguna hermana hada que haya muerto.

      Yo llegué allí por casualidad, siguiendo el vuelo danzarín de las más jóvenes, distraídas en el encanto de disfrutar su recién estrenada capacidad de hacer acrobacias entre los árboles. No me vieron porque tengo la virtud de caminar casi sin pisar el suelo, con el silencio de los grandes felinos inexistentes en ese bosque, por ese motivo no podían imaginar que hubiese un ser que pudiera descubrirlas burlando sus afinados sentidos. El sapo me confió el secreto de su eterno vivir sin el temor de que yo quisiera seguir su ejemplo. Doblemente sabio, estaba seguro de que para el alma libre de un felino vivir por toda la eternidad en un diminuto claro de hadas sería más condena que premio.

      Descubrí su peculiaridad porque estaba tan inmóvil, pero tan lozano y fresco al mismo tiempo que no podía entender que estuviese ni vivo ni muerto y, ante mi insistencia en tocarle para comprobar su integridad, comenzó a cambiar frenéticamente de colores y estados. Tan pronto me miraba desde un abismo insondable como estaba a mi lado, tan cerca que podía acariciar su piel. A ratos era verdoso y natural y a veces se disolvía en colores imposibles. Por momentos parecía hecho de aire y al segundo siguiente era mercurio deshaciéndose en gotas que se juntaban para volver a ser un sapo común. No sé cuánto duró, sólo que fue suficiente para empezar a dudar de mi cordura. Entonces, tan de repente como se había iniciado aquel espectáculo maravilloso, todo paró y empezó a hablar. Ese fue el principio de nuestra amistad.


Como banda sonora "Kiss that frog" de Peter Gabriel

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