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jueves, 14 de enero de 2016

Mientras arde el cielo, hay versos congelándose en el asfalto.



Mientras arde el cielo, hay versos congelándose en el asfalto.

La ciudad huele a coche y humedad. También a comida, vidas ajenas y edificio viejo.

Camino solitaria por la acera casi vacía, pensando, todavía con sabor a pastel en los labios.

Un loco, del que venía observando su paso errático desde lejos, se cruza conmigo invadiendo mi espacio. Es hermoso, tiene el pelo largo y revuelto y sonríe todo el tiempo de forma desquiciada. No puedo evitar dar un paso atrás movida por el instinto, aunque no me asusta. Sin que me de tiempo a evitarlo, acerca su cara a la mía y, mirándome fijamente, me dice con una voz muy profunda que yo tengo el brillo en los ojos. Eso me reconcilia con el mundo y esbozo una medio sonrisa que lleva una pregunta dentro. Pero ya es tarde, sin dejar de hurgar en mis pupilas, se aleja con un paso como de bailar, el mismo con el que llegó hasta mí. En ese momento, me acuerdo de la pareja de retrasados que esa misma mañana se besaba con pasión desmedida en el metro y me fulmina el pensamiento de que lo que es una verdadera tragedia es ser un loco infeliz.

Tres hombres jóvenes y elegantes fuman en la puerta de un hotel. Uno me mira a la cara con impertinencia desafiante de triunfador, otro intenta traspasar la frontera de mi abrigo con ojos curiosos, el tercero se mira los pies. Yo no retiro la mirada, no me imponen los hombres grises por más que se fumen el tiempo. Entonces, pienso que los tipos con traje sueñan con morderle la boca a chicas despeinadas con olor a libertad, esas con las que nunca se casarían, las que se quedan enquistadas para siempre en sus corazones aburridos.

Ralentizo el paso, no quiero llegar al autobús, sólo quiero caminar sin nadie al lado que interrumpa mi diálogo interior. Tengo una tristeza profunda agarrada con fuerza al plexo solar y en el corazón algo que hace cosquillas, una impaciencia, algo así como la tensión contenida de los músculos de una fiera a punto de saltar. El Monstruo está dejándose domar acunado por las palabras del hombre y yo, confusa, retuerzo la mente hasta el sinsentido tratando de negarme a mí misma, aunque sé que es tarde para eso. El Monstruo derrama su pureza sin artificios y cura o hace daño a quienes ama si le abren la puerta invisible en un intercambio empático. Ese es su don y su miedo. A cambio, entrega mi alma, mi cuerpo y su devoción. No hay medias tintas en el sentir de los que no visten normas.

Al acercarme a la estación, la calle se va llenando de gente. Descubro a una mujer observándome, después un hombre que va con otro hombre y más tarde una señora mayor. Me doy cuenta de que mis ojos se han convertido en ventanas que dejan ver mi interior y me apresuro a cerrarlos. 

Hace frío y mi paseo se acaba. Tengo canciones recurrentes dando vueltas en mi cerebro al mismo tiempo que divago de forma poética.

La ciudad se queda atrás mientras yo me alejo en el vientre de una ballena de tierra. Te pienso y sonrío. Aunque duela. 


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