sábado, 13 de septiembre de 2014

Historias de dados y fantasía I. El Niño Dragón

Nunca escribo para niños, mis cuentos siempre son para mayores, excepto los que cuento a algún niño de forma improvisada y esos no suelo escribirlos, pero hace poco me regalaron unos maravillosos dados de contar historias y en cuanto los tengo en mis manos, mi cabeza se activa y empiezan a surgir un montón de cuentos, así que los he tirado y con las imágenes que han salido he escrito esto casi sin pensar, como un juego. A ver si os gusta

Story Cubes


HISTORIAS DE DADOS Y FANTASÍA I: EL NIÑO DRAGÓN

Cuando llegué a la tierra de la Reina Elefanta no podía imaginar ni por un momento todas las aventuras que aún me faltaban por vivir. Y no es que el camino hasta ese extraño lugar hubiese sido fácil, pero lo conseguí con la ayuda del mapa que robé de la vieja biblioteca de mi abuelo el aventurero, tan antiguo que casi se deshacía en mis manos, y del dirigible que robé a aquel hombre tan raro, el del sombrero que echaba vapor, el mismo que pillé espiando por la ventana y que me persiguió en cuanto me vio coger el mapa. Menos mal que yo era el más rápido de la escuela, y que lo único que había que hacer para que aquel vehículo eligiese el rumbo correcto era decírselo con voz clara y educada. Era sorprendente que conociese el lugar al que le pedí que me llevase, y eso que no aparecía en ningún mapa que yo hubiese visto hasta el momento ¡Y mira que siempre se me había dado bien la Geografía! Seguramente, el que antes de enfilar el cielo en línea recta diese como siete mil vueltas sobre sí mismo, tuvo algo que ver con la llegada a aquel país que no sabía que existía. Me pasé el viaje pensando que, en realidad, el vehículo era una especie de pez globo gigante, inteligente y volador que respiraba aire, pero la timidez me impidió preguntárselo, hasta que durante el regreso, y con ayuda de unos restos de los bocadillos que llevaba en la mochila, nos hicimos amigos y decidió que yo era mucho mejor compañía que el hombre del sombrero, siempre enfadado, ambicioso y antipático, pero eso es otra historia que en su momento os contaré.

El mapa indicaba con una cruz roja, grande y precisa la ubicación del enorme trono de la Reina Elefanta, que era vieja y sabia como solamente los elefantes pueden serlo. Al verla sentada, comprendí el motivo de que ella fuese la reina. Por una parte, era la única elefanta del lugar. Por otra, era el animal más grande de la región. También tenía cuatro magníficas rodillas que le permitían sentarse de formas muy espectaculares para alguien no humano y, por último, su trompa era un magnífico apéndice para llevar el cetro real. Me contó que era una maestra interpretando presagios y sueños y que pensaba que yo era el pequeño explorador que llevaban tiempo esperando, así que había decidido contarme como llegar al sitio secreto. Yo, que no tenía ni idea de que debía ir a un sitio secreto y que solamente había llegado hasta allí guiado por el impulso que cualquiera sentiría al ver una cruz en un mapa antiguo, empecé un torrente de preguntas sin fin que ella cortó de golpe, comenzando un frenético barritar que me dejó tembloroso y sin saber qué decir. Cuando consiguió callarme, me dijo que simplemente era mi destino llegar hasta allí, y que debía seguir sus instrucciones. Me entregó un saquito lleno de algún tipo de semillas similares a las judías indicándome en el mapa un camino que me llevaría hasta la guarida del cuervo guardián. Debía ir caminando, a ser posible sin hacer mucho ruido para que no me comiese ninguna alimaña, y mirando siempre bien a mi alrededor para evitar peligros. Si todo salía según lo previsto, en un día llegaría. Luego tendría que gritarle al cuervo que tenía un manjar para él. Según ella, los cuervos son extremadamente inteligentes, pero les resulta complicado hablar. Si comía una de esas judías, su lengua se volvería tan clara como la de un ser humano y podría mantener una conversación con él durante una hora, si comía dos, dos horas y si comía tres, tres horas. Así hasta cinco, pero siempre de una en una. En el momento en que llegase a comer la número seis, podría hablar como un humano para siempre, así que la decisión de que eso ocurriese o no quedaba en mis manos. Pensé que eso tendría que discutirlo con el cuervo más tarde.

Llegué, cansado y con algún rasguño, pero llegué y grité al cuervo mientras mostraba una judía en mi mano. El cuervo bajó raudo y veloz y engulló la semilla con ansiedad. En cuanto la hubo tragado, con un acento exquisito me pidió que fuese más educado, que no gritase tanto y que le contase qué necesitaba de él. Le dije que no tenía ni idea, que la Reina Elefanta me había dicho que tenía que ir a buscarle. Al mencionarla, el cuervo cambió de expresión todo lo que un cuervo puede cambiar: se le cerraron los ojillos, se le puso una expresión soñadora y empezó a contarme que yo debía ser el elegido, el muchacho de la estirpe del dragón que tenía la misión de devolver a esas imponentes criaturas al mundo de los humanos para que con su magia pusiesen orden en todo lo que el Hombre había destruido desde que ellos decidieron desaparecer, dejando únicamente un huevo como forma de perpetuarse. Yo escuchaba atónito ¡Cómo iba a ser yo, un muchacho como cualquier otro, sin nada especial excepto la velocidad de mis piernas, el elegido para algo así! Pero allí estaba, hablando con un cuervo después de hablar con un elefante. Si eso había sido posible, el resto también, y ya que estábamos, iríamos a por todas. Pregunté qué debía hacer y contestó que, de momento, darle otra judía si quería que siguiera hablando. A continuación, moviendo las alas muy rápido, removió el suelo bajo sus patas y apareció una estrella. Me pidió que saltase de punta a punta, con el pie derecho y así se abriría una compuerta, pero antes debía beber agua de una fuente mágica que estaba allí cerca con la copa de oro del Dragón para comprobar si era el elegido. Lo hice, sin preguntar qué pasaría en el caso de no serlo, no fuese a considerar echarme atrás una vez que había llegado hasta mi supuesto destino, y bajé las escaleras ocultas tras la trampilla. No había más que una mesa, y sobre ella un huevo brillante que parecía palpitar colocado sobre una especie de escudo. Cogí el huevo, lo metí en la mochila y di la vuelta al escudo. El dibujo me sorprendió. Era un dragón, justo la misma imagen que tenía el escudo que estaba colgado sobre la chimenea de mi abuelo, ese que cuenta la leyenda de mi familia que tenía tantos años como mi propio apellido, Draco.

Salí al exterior de nuevo y allí estaba el cuervo graznando. Le di otra semilla y le pregunté si quería seguir hablando para siempre. Aceptó con la condición de que le llevase conmigo de vuelta, pues ya, sin nada que custodiar allí, no tenía sentido seguir llevando esa vida solitaria. Accedí y de camino le fui dando las judías según iba acabando su efecto. Al llegar a la sexta ya estábamos a medio camino, ya que él sabía un atajo, y al engullirla se convirtió en hombre. Cuando me recuperé de la impresión un rato después, me contó que tenía cientos de años, que había nacido en mi mundo y que estaba embrujado para poder custodiar la entrada secreta más disimuladamente. Seguimos camino y llegamos al poblado de la Reina Elefanta. Le conté que tenía el huevo y me dijo que era urgente llevarlo a mi tierra, pero que tenía que cuidar muy bien de él hasta que naciese la cría. Cuervo, que ya se había quedado con el nombre después de tanto tiempo, decidió ayudarme en mi tarea y regresar conmigo. Subimos al dirigible tras despedirnos con mucha pena de aquel lugar extraordinario y con mi más educada voz le pedí que nos llevase a casa. Y aquí comienza una nueva aventura. Pero esto, una vez más, es otra historia.

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