Imagen de Up de Disney Pixar |
Hay acciones asociadas a objetos que son pura melancolía, como el globo de helio que se escapa de las manos de un niño dejando una infinita desolación en su cara.
Yo siempre me pregunté a dónde irían los globos fugitivos y qué aventuras les esperaban en ese viaje. Mientras los veía ascender, me imaginaba que sería maravilloso agarrarse fuerte a la cuerda y volar y verlo todo chiquitito desde lo alto y, con un poco de suerte y buenos vientos, llegar a lugares lejanos, incluso a las estrellas. Pensaba, en mi cabeza de diminuta científica, que el peso de un niño no podía ser tanto como para no poder volar si se utilizaba la cantidad adecuada de globos y maquinaba en secreto cómo conseguirlos. Obviamente, no pensaba en globos aerostáticos, pensaba en globos de helio, de los que podías obtener con cierta facilidad de unos padres generosos en un paseo por la feria. Los otros no estaba a mi alcance y, por tanto, no contaban en mis fantasías. Mis afanes científicos eran muy intensos pero poco válidos, y lo de volar no pasó más allá de atar algún insecto o pequeño juguete a un globo, de intentan planear la mejor manera y lugar para lanzar un paracaídas de plástico buscando que tuviese el mayor recorrido posible y de estudiar la aerodinámica de los aviones de papel en busca del modelo perfecto. He de decir que en esto último conseguí grandes avances. Mi interés por la Ciencia, así, en general y con mayúsculas, no decayó según iba creciendo, al contrario, siguió avanzando durante un tiempo que a mi se me hacía eterno y que en realidad era muy escaso, y llegó una época en la que me comportaba como una pequeña emuladora del Dr. Frankenstein o de Leonardo Da Vinci. A esto contribuyó mucho uno de los mejores regalos que recibí en mi vida, un fabuloso microscopio que abría infinitas posibilidades a mis investigaciones. Era tan completo que venía con multitud de frasquitos con productos químicos, probetas, pinzas, ¡bisturí!, vasos de medidas, plaquitas de cristal para poner los materiales a observar, materiales para examinar y, lo más alucinante y espeluznante de todo, una rana perfectamente conservada en un frasco. Era, incluso, mejor que el Quimicefa, uno de los mayores objetos de deseo del momento. Yo, que siempre fui una niña superdotada para la lectura y que había aprendido a leer mucho antes que el resto de los niños, ya tenía un amplio bagaje de lecturas en mi cerebrito que, por supuesto, había mezclado con mi poderosa imaginación, y creía fielmente en teorías antiguas como la de que la electricidad podía revivir a un cuerpo muerto. Ni que decir tiene que aquella rana enfrascada fue un estímulo enorme para mí y que me debatía entre el ansia por abrir el frasco y hacerle todo tipo de análisis y el deseo de conservar aquella maravilla intacta para siempre. La solución llegó en forma de encuentro casual con una rana muerta en la piscina. Era magnífico, ya no tenía que perturbar el eterno descanso de mi querida rana, tenía un ejemplar pidiendo a gritos ser manipulado. No recuerdo los resultados de los experimentos que tuvo que sufrir aquel cuerpo antes, pero si recuerdo los preparativos previos al gran proyecto. Conseguí una pila cuadrada para el tema de la electricidad, que era mucho más fácil que lo del rayo y la cometa, coloqué todos mis materiales ordenados sobre un banco de cemento, busqué en el garaje una tabla de madera del tamaño perfecto y, con unos clavitos finos, fijé la rana a la madera. No creáis que fue fácil el momento de clavarla, si conservo en mi cabeza la sensación es porque lo pasé mal y me impactó, pero en aquel momento era necesario. Ahora quizás no podría hacerlo, siento escalofríos solo de pensarlo, pero los niños están hechos de otra pasta y la curiosidad puede con todo. Lo importante es que, por un momento, se movió. Hasta aquí llega el recuerdo nítido, sé qué hubo disección posterior, ya que estábamos, era tontería desaprovechar el cuerpo de la rana, aunque no tengo claros los detalles, supongo que preferí borrarlos con el tiempo.
Este divagar por mis primeros años ha estado inspirado por el experimento que han realizado unos niños de una escuela inglesa, la Academia Giles, en Boston (Lincolnshire, Inglaterra), que con un globo de helio, un smartphone, un ordenador, un GPS y la ayuda de su profesor de ciencias, han desvelado aquel gran misterio de mi tierna infancia grabando el emocionante viaje del globo, que consiguió llegar al espacio y ver la curvatura de nuestro planeta antes de descender de nuevo a la Tierra ayudado por un paracaídas. Todo esto me da que pensar que tal vez el incontaminado y por tanto aún abierto cerebro infantil, capaz de creer en cosas que los científicos consideran tan evidentes que ignoran, tiene mucho que decir a la hora de enfocar los problemas científicos de forma distinta al viciado y rígido cerebro adulto. Si aún retenéis en vuestro interior algo del niño que fuisteis, conservadlo, quizás sea lo más valioso que poseéis.
He aquí el vídeo del increíble vuelo del globo explorador.
Yo leí la noticia en La Voz de Galicia, este es el enlace: Unos estudiantes graban el espacio con un móvil y un globo de helio