Los niños salvajes que fuimos necesitaban cabañas para vivir durante el verano. Nadie debe vivir sin casa, ni siquiera los habitantes de los mundos imaginarios que frecuentábamos con paso firme, los que se encontraban ocultos entre bosques solitarios y años inciertos y que eran tan reales para nosotros como el mundo de los padres, esa otra realidad que sucedía a la hora de comer, a la hora del colegio o a la hora de ir a la cama. Por ello, hubo que construirlas. No quedaba otro remedio. Trabajamos como hormigas laboriosas durante mucho tiempo, o eso nos parecía, acarreando ramas, restos de obras y todo tipo de materiales susceptibles de ser utilizados en la fundación de aquel poblado magnífico de tres o cuatro cabañas que coronaba, orgulloso como una ciudad antigua, la parte más alta del diminuto pinar elegido como asentamiento por su estratégica situación. El emplazamiento lo tenía todo: en primer lugar, la principal característica a desear en un asentamiento de pequeños guerreros, la altitud, que aunque no era mucha, era suficiente para sobresalir por encima de las casas de los alrededores y permitirnos vigilar la zona; en segundo lugar, se podía ir andando en cinco minutos, algo que en realidad sobraba en aquellos tiempos en los que los desplazamientos se hacían en bicicleta, independientemente de que hubiese que recorrer un kilómetro o cincuenta. En un alarde de integración de arquitectura y naturaleza que habría impresionado al propio Frank Lloyd Wright, nuestras cabañas armonizaban con el bosque, se camuflaban en él, formaban parte de él. Una roca gigante podía ser un tejado, un árbol podía convertirse en pared, el granito, tan abundante en la zona, era el mejor de los suelos y unos ladrillos robados de algún chalé en construcción servían de inestable y lujoso mobiliario. La decoración consistía en mosaicos de piedras, plantas, barro y cualquier cosa que pudiésemos conseguir.
Lo más curioso es que aunque no éramos demasiados niños, se acababan por reproducir estructuras sociales propias de un asentamiento humano primitivo, con categorías de poder basadas en la edad, la capacidad de manipular al resto o las ventajas de pertenecer al núcleo de fundadores, que eran los que decidían si se admitía o no a otros niños y tomaban las decisiones importantes. Es curioso recordar cómo, aunque partíamos de una cabaña por persona, algunos acabábamos compartiendo casa, al fin y al cabo era mucho más divertido estar juntos y es que de pequeños el sentimiento tribal está mucho más arraigado y nadie quiere estar aislado todo el tiempo, ni siquiera los niños más solitarios.
¿Sabéis una cosa? Aunque han pasado mil vidas desde entonces, cuando voy por el campo sigo encontrando buenos emplazamientos para mi cabaña por si alguna vez vuelvo a ser niña. Si es que alguna vez dejé de serlo.
La banda sonora de hoy tiene que ser "Stand by me" de Ben E. King, de la B.S.O de la película del mismo nombre, conocida también en España como "Cuenta conmigo", dirigida por Rob Reiner y protagonizada por Wil Wheaton, River Phoenix, Corey Feldman y Jerry O'Connell